La sociedad en los reinos cristianos (2)

El siglo XII, inserto en la Plena Edad Media, es una época más bien conservadora en cuanto a las relaciones entre las personas. La sociedad estaba claramente dividida en clases y la movilidad entre estas era practicamente inexistente. El servilismo y las convenciones morales, presididas por la moral dictada por la Iglesia, imponían una gran cautela en las relaciones, especialmente en las clases altas, y una fuerte división entre hombres y mujeres en muchos aspectos de la vida.

Las cuestiones de carácter económico están detalladas en la entrada previa.

Jerarquía y relaciones sociales:

La sociedad medieval estaba fuertemente jerarquizada y dividida en tres estamentos:

  • El Rey (o Reina): Cabeza y dirigente de toda la sociedad en su territorio. En el siglo XII era un rango hereditario por sangre, aunque en contadas ocasiones un noble accedía a este rango al fundar un nuevo reino. Se consideraba que su derecho a gobernar procedía de Dios. Durante los siglos previos dependía completamente del apoyo de sus nobles vasallos, pero a partir de este siglo va ganando más autoridad y autonomía propias. Instituía una relación de señor-vasallo con los nobles, a quienes entregaba títulos feudales (que conllevaban tierras y prebendas) y favores a cambio del vasallaje del noble. Este, a su vez, debía lealtad a su señor y tendría que gestionar correctamente las tierras y ayudar militarmente al monarca siempre que lo solicitara. En el clero, aunque no era equivalente, el rango más cercano sería el del Papa, que representaba la mayor autoridad religiosa cristiana del mundo, por tanto a menudo tenía más autoridad que los reyes, quienes se consideraban muchas veces sus vasallos para ser protegidos espiritualmente por el pontífice (los Papas procedían del alto clero, pero su cargo no era hereditario).
  • La nobleza y el clero: Se podría hacer una subdivisión aquí, ya que existían diversos niveles para ambos colectivos (alta y baja nobleza, alto y bajo clero), pero en líneas generales todos ellos tenían sangre noble y poseían privilegios y riqueza. Los visigodos acostumbraban a repartir las posesiones entre todos los hijos del dueño, y en el siglo XII algunos reyes y nobles aún lo hacían a veces de este modo, pero lo habitual es que sólo el primogénito o los mayores heredasen los títulos y posesiones, por lo que muchos eclesiásticos eran hijos segundones de estas familias. La condición noble era hereditaria por sangre, no obstante, y algunos privilegios eran universales para todos los que la ostentaban (derechos judiciales, prebendas, el acceso a ciertos cargos etc…). La mayor parte de las tierras pertenecían a este estamento. Mantenían una relación de vasallaje con el Rey o Reina, de quien recibían títulos y tierras para su explotación. Los nobles de más alto rango podían tener a otros menores como vasallos a su vez, y todos ellos podían instituir relaciones de señor-siervo con un miembro del pueblo llano, quien le rendiría tributo y fidelidad a cambio de su protección. Los clérigos también podían ser vasallos y señores a su vez, aunque siempre debían obediencia al Papa en último término.
  • El pueblo llano: La principal masa de población, constituída principalmente por campesinos y que aglutinaba también a artesanos y burguesía en general. Esta población carecía de privilegios y derechos de nacimiento y estaban obligados a servir y tributar a miembros de los estamentos superiores. No tenían apenas recursos propios y, aunque eran legalmente hombes libres, muchos carecían prácticamente de libertad personal al estar sometidos a los deseos y leyes de su señor feudal. Podían tener propiedades, pero los nobles podían a menudo despojarles fácilmente de ellas y en general eran escasas. Resultaba prácticamente imposible que un plebeyo accediese al estamento superior, aunque sí podían hacer cierta fortuna mediante alguna profesión, como los mercaderes y mercenarios, y acceder a los rangos inferiores del clero. En casi todos los casos insituían relaciones de siervo-señor con un noble o el propio rey, sirviéndo a este de por vida y garantizándole su lealtad y el fruto de su trabajo (así como servicio militar cuando convocase las levas) a cambio de su protección y el derecho a vivir en sus tierras.

Las relaciones interpersonales estaban determinadas por la pertenencia a uno u otro estamento y, aunque las posibilidades eran por lo general mucho más limitadas para los plebeyos, estos tenían menos normas y limitaciones para relacionarse entre sí que los nobles y la realeza. En cualquier caso, la moral cristiana y las convenciones sociales condicionaban y limitaban completamente las relaciones sociales. La mujer era considerada como hoy lo son los menores de edad en muchos sentidos, su patria potestad era siempre propiedad de su padre o tutor o de su marido (excepción de las viudas que no volvían a casarse, quienes se convertían en cabeza de familia en tanto sus hijos fuesen menores).

Fuera de las relaciones familiares, hombres y mujeres debían tener cuidado en su forma de relacionarse, ya que cualquier duda sobre su virtud podía acarrear desastrosas consecuencias, sobre todo si se consideraba adúltera a la mujer. También la clase social imponía diferencias e impedía una relación fluida entre miembros de distintos estamentos, ya que unos debían someterse a los de mayor rango, que no debían mezclarse demasiado con los inferiores y así sucesivamente. La Iglesia y la legislación civil se ocupaban principalmente del matrimonio y la sexualidad:

Matrimonio: En esta época el matrimonio experimenta una evolución, hasta el s. XII se regía por la tradición de orígen godo que había imperado en la sociedad en la Península Ibérica, un evento de carácter civil antes que religioso. La introducción del rito litúrgico latino, o rito romano, empezó a dotar al matrimonio de un carácter sagrado mucho más acusado y a desplazar la importancia del acto civil. Se consideraba que todas las mujeres debían contraer matrimonio, en primer lugar porque se daba por supuesto que necesitaba un tutor masculino y sobre todo para que no hubiese mujeres sin recursos (ya que eran muy pocas las actividades económicas que una mujer sola podía llevar a cabo). Aquellas mujeres que no se casaban o quedaban viudas demasiado pronto solían entrar en un convento o en un burdel si su familia de origen no podía mantenerla o las rechazaba y no tenía medios propios o no se concertaba un nuevo matrimonio.

Legalmente, el matrimonio constaba de dos fases, generalmente separadas en el tiempo. La primera eran los “esponsales”, en los que el padre o tutor de la mujer acordaba con el futuro marido las condiciones sin necesidad del consentimiento de aquella (o cuando aún era menor de edad). El novio pagaba la dote establecida (si debía hacerlo) y se firmaba el acuerdo en un documento llamado “carta de arras”. La segunda fase era la boda propiamente dicha, que se celebraba cuando la mujer cumplía la edad mínima para el matrimonio (en torno a los 12 años para las mujeres y los 14 para los hombres, con algunas variaciones en distintos reinos y épocas) o se había cumplido el tiempo de espera establecido. Tras la boda la mujer salía de casa de su padre o tutor e iba a vivir a la del marido, que pasaba a tener su patria potestad. Tras la noche de bodas normalmente el marido hacía por la mañana un regalo a la esposa en compensación a su virginidad.

En el caso de las clases sociales privilegiadas, el matrimonio era utilizado como parte de las estrategias y alianzas familiares, como moneda de cambio o garantía en la política de los reinos. Por supuesto, un matrimonio debía hacerse en igualdad de condiciones, entre miembros del mismo estamento, y en el caso de existir desigualdad en este sentido el acuerdo previo debía especificar detalladamente el valor de la dote compensatoria y los derechos sobre la descendencia.

Existía otra forma de matrimonio, que podía llegar a ser legal a ojos de Dios, pero no lo era como tal según la costumbre y las leyes civiles de la mayor parte de los reinos, aunque esta muchas veces los contemplara en cierto grado. Estos matrimonios eran decididos por los novios sin consentimiento de las familias o sin que llegara a alcanzarse un acuerdo de esponsales. Se trata del “matrimonio a juras” o “matrimonio a furto”, que se realizaba a escondidas de los padres o tutores casi siempre. En ambos casos bastaba con el consentimiento mutuo de los novios ante testigos, preferentemente algún clérigo. En estos matrimonios el marido no obtenía la patria potestad de su esposa, que continuaba legalmente en manos de su anterior tutor, pero tampoco estaba obligado a pagar dote alguna. En realidad esta forma de unión, al margen de la liturgia en la iglesia, fue bastante común en los primeros siglos de la Edad Media, aunque se consideró censurable e implicaba el rechazo inmediato de los cónyuges por parte de sus familias y entorno directo.

También se creó una fórmula alternativa, la “barraganía” o “amancebamiento”, para la convivencia sin matrimonio de una pareja. Un acuerdo que unía a un hombre soltero o un clérigo con una mujer soltera en una convivencia de “amistad y compañía”, en que se daba palabra de fidelidad y continuidad y se acordaban ciertos derechos para la mujer y su descendencia en común (por ejemplo de herencia). Esta fórmula fue muy común durante toda la Edad Media.

En cuanto al llamado “Derecho de Pernada”, que supuestamente atribuía al señor feudal del lugar el derecho de yacer con una novia en su noche de bodas y antes que con el esposo, es probablemente una mitificación de la costumbre de exigir un pago por parte de los vasallos por el derecho a casarse y el ritual de pasar por encima de la recién casada como símbolo de autoridad y protección. Por supuesto, los abusos sí eran una realidad constante y desafortunada, por tanto estos debieron ser la otra raíz de esta mitificación. No se sabe con certeza si existía realmente esa terrible costumbre en algún feudo, pero desde luego nunca formó parte del derecho civil en ningún reino y, mucho menos, del canónico (que al atribuirse la capacidad de legitimar los matrimonios, desautorizaba en ese aspecto a cualquier señor feudal).

Pese a que el matrimonio era, casi siempre, una decisión de los padres o las familias mucho más que de los contrayentes y el interés, sobre todo entre la nobleza, era la razón predominante de los enlaces, lo cierto es que en materia de separaciones y divorcios la lesgislación medieval en los reinos peninsulares era bastante permisiva. Obviamente, de cara a la Iglesia era necesario que el Papa concediese la nulidad mediante alguna excusa si se deseaba contraer un nuevo matrimonio cristiano, era quizá la parte más difícil y a menudo sólo al alcance de las clases pudientes. Sin embargo, en cuanto a la legislación civil, esta contemplaba en muchos casos la ruptura de las uniones, aunque quedan pocas pruebas documentales de estas leyes antereiores a las Siete Partidas del rey Alfonso X “el Sabio” en el s. XIII, no obstante es seguro que estas se basaban en la legislación previa.

Tanto la mujer como el hombre, aunque este en muchas más situaciones, podían pedir el divorcio si se daban ciertas condiciones (impotencia o frigidez, esterilidad prolongada, castración y otros). Si se demostraban válidos los motivos, el matrimonio quedaba disuelto y las autoridades que lo juzgaban decidían si alguna de las partes debía compensar a la otra o renunciar a la dote y con quién y cómo quedaban los hijos en caso de haberlos. Claro está, existían otras situaciones mucho menos deseables, como que el hombre repudiase a la esposa, por ejemplo, lo que podía hacer en ciertas condiciones también y si que esta tuviera apenas derechos.

Sexualidad:  En este aspecto las pautas las marcaba la Iglesia, que establecía que el sexo sólo era posible dentro del matrimonio y con el objetivo de engendrar hijos. Cualquier otra actividad sexual era considerada pecaminosa y rechazada completamente, aunque por supuesto los hombres y mujeres medievales transgredían muy a menudo esta normativa pese a las consecuencias que podía conllevar. La Iglesia consideraba la virginidad, especialmente en las mujeres, como el estado idóneo para recuperar la pureza original de la humanidad y se recomendaba la castidad y corrección dentro del matrimonio, necesario para la procreación. Es decir, incluso dentro del matrimonio apenas se consentían variaciones, estimándose que el hombre debía estar sobre la mujer (como reflejo de su estatus superior) y que el placer no debía buscarse.

Por supuesto, ninguna relación distinta a la heterosexual era tolerada. El adulterio, que era frecuente, se consideraba un delito, aunque mucho más grave en el caso de la mujer que en el del hombre, y la legislación lo condenaba duramente en los casos en que llegaba a denunciarse y demostrarse. El incesto, en cambio, era grave pero no contra natura y en ciertos grados de lejanía se toleraba, especialmente entre las clases altas, que por otro lado eran quienes podían permitirse romper más a menudo las normas y tapar sus transgresiones con su riqueza. Tampoco la masturbación era tolerada, de hecho se consideraba una falta muy grave ya que la Iglesia consideraba la semilla procreadora como un don de Dios. Del mismo modo, los rudimentarios métodos anticonceptivos (existían una especie de condones hechos de lino o vejigas de animales, aunque su función era más la de evitar enfermedades contagiosas) eran rechazados por la Iglesia, ya que también anulaban el sentido reproductivo de las relaciones sexuales.

En cambio la prostitución, pese a ser teóricamente ilícita para la Iglesia y por ello imposible de aceptar legalmente por los gobernantes, se consideró como un “mal necesario” en todos los estamentos. Se toleraba siempre que se mantuviera en un plano relativamente discreto y las autoridades procuraron regularla en algunos lugares. En la mayor parte de las poblaciones los prostíbulos y mancebías se situaban extramuros, se señalaban con ciertos distintivos (a veces también a las propias prostitutas) y se vigilaba la zona para mantener la seguridad. Incluso se disponía que médicos enviados por el gobierno local visitaran a las prostitutas regularmente para frenar las enfermedades de transmisión sexual, que podían convertirse en una auténtica plaga. Pese a estos cuidados, la situación de las mujeres que trabajaban en estos lugares era casi siempre muy penosa, solían ser pobres y su salud a menudo se resentía, pero esta ocupación podía resultar más lucrativa que muchas otras entre las clases más humildes. En Semana Santa, pese a la relativa tolerancia de la Iglesia, las prostitutas de muchas regiones eran encerradas en conventos para evitar la tentación y ofrecerles que se arrepintieran de su vida licenciosa, o apartadas de las calles de algún otro modo.

El lenguaje:

En la Península Ibérica se hablaba una pléyade de lenguas y dialectos diferentes, aunque muchos de ellos compartían lo esencial como para permitir el entendimiento mutuo y las gentes muchas veces chapurreaban varios de ellos, especialmente los mercaderes y habitantes de tierras fronterizas.

Las principales de estas lenguas eran:

  • Latín medieval (Indoeuropea): Conocida por la población culta y usada para la liturgia y la enseñanza superior.
  • Lenguas Iberorromances (Romances): Galaico-portugués, astur-leonés y castellano medieval.
  • Lenguas Occitanorromances (Romances): Catalán medieval y occitano.
  • Lengua Navarro-aragonesa (Romance)
  • Lenguas Mozárabes (Romances): Un conjunto de hablas mantenidas por los cristianos en zona musulmana.
  • Árabe Clásico (Semítica): En el s. XII no era conocida más que por una parte de la población culta.
  • Árabe Andalusí (Semítica)
  • Árabe dialectal regional (Semíticas): Hablado por las gentes llegadas de distintas zonas en oleadas.
  • Lenguas euskéricas.
  • Hebreo medieval (Semítica): Hablada por la minoría de judíos.

Los sonidos de las lenguas eran diferentes en muchos casos a los de sus equivalentes actuales, así como la grafía correspondiente. Existían diferencias en la flexión nominal, los pronombres y prefijos, así como otras de menor importancia. Sin embargo, ya se pueden apreciar los rasgos que conocemos hoy en día y en general son fácilmente comprensibles para los hablantes actuales una vez se salvan esas diferencias.

Existían fórmulas de respeto para tratar a los de mayor rango y/o distinto estamento, pero no eran utilizados del mismo modo por toda la población, ya que muchas de ellas eran cultas y el pueblo llano no las conocía o las cambiaba para adaptarlas al uso vulgar. Los ejemplos más notables son:

Majestad / Alteza: Utilizado para dirigirse a los reyes, el uso de “Majestad” era menos común en un principio y se fue generalizando con el tiempo. Era común anteponer “vuestra” al tratamiento: “Vuestra Alteza”, “vuestra Majestad”.

Vos: Segunda persona del singular en fórmula de respeto. Se utiliza para la nobleza (y el clero noble) y la realeza cuando no se precisa un tratamiento más formal. La nobleza lo utiliza entre sí, excepto en situaciones muy familiares con parientes normalmente más jóvenes. Su uso implica el empleo de segunda persona de plural: “Como vos queráis” “vos luchasteis”.

Señor/a: En esta época está limitado a la realeza, la nobleza con feudo y los más altos cargos eclesiásticos. En ningún caso se usaba entre la plebe. Implica una dignidad superior, ya que originalmente se empleaba únicamente para Dios, Jesucristo y los santos.

Don/Doña: Utilizado para personas notables con categoría inferior a la de Señor, su uso es más confuso pero se aplicaba sólamente a personas “especiales”, más adelante se ampliará su utilización. Normalmente Don/Doña precedía al nombre o al primer apellido.

Padre: Utilizado de forma más o menos generalizada para los sacerdotes y otras personalidades eclesiásticas que hubiesen sido ordenadas como tal.

NOTA: Por practicidad, en el juego la gran mayoría de los personajes hablarán una lengua común con modismos de las lenguas de cada uno como distinción.El lenguaje real será el castellano, de modo que no es preciso aprender otras lenguas para participar, pero puede ser útil conocer ciertas palabras para la interpretación.

Primera parte de “La sociedad en los reinos cristianos (1)”